Eran muchos años de creación, muchas paletas de colores las que utilizó para su obra final y, realmente, estaba satisfecha. Algo extraño porque no acostumbraba a afirmar con tal rotundidad su satisfacción, al contrario, siempre había sido una inconformista. Nunca nada de lo que había hecho o dicho le parecía que estaba del todo bien, más lo contrario, siempre tenía la sensación de haber metido la pata, de no haber estado a la altura.
Pero ahora miraba el cuadro y sí, le gustaba. Tenía los trazos precisos, los que marcaban el carácter adecuado, la empatía suficiente, el brillo del talento, la serenidad de los años. Decidió colgarlo a los pies de su cama. Era lo primero que se encontraba al arrancar cada jornada y lo último a lo que miraba cuando finalizaba el día. Verlo le producía una pequeña sonrisa y nadie mejor que ella conocía la fuerza que el buen humor otorgaba a la entrega cotidiana.
Eran muchos años sin conseguirlo, arrastrándose por la vida con un humor de perros, buscando un minuto de tranquilidad en un ajetreo continuo de decisiones propias y ajenas. Tocaba darse una tregua, mirar su obra y disfrutar. Y aquel cuadro lo conseguía porque era el vivo reflejo de una joven dispuesta a todo, a comerse un mundo con bocados infinitos por saborear, una mujer con paso firme y muchos sueños por cumplir.
El viejo retrato desdibujado ya estaba en el desván. Tocaba lucir su verdadera obra maestra. Y el día de llevarlo a exposición pública estaba muy cerca.