“No sabes cómo me gusta que me abraces”, y empezó a llorar. “Sólo quiero que vuelva”, y seguía llorando. “¿Quién?”, preguntó, “Todo, quiero que vuelva todo lo que se fue”, respondió. Y el corazón de ella se llenaba de tristeza, de impotencia, de dolor, por no poder conseguir su deseo, por no ser capaz de restablecer todo lo que se había ido, y por no saber, ni siquiera, darle una referencia aproximada de cuándo todo lo que echaba de menos volvería.
Sólo podía abrazarle, fuerte, muy fuerte, y todo el tiempo que quisiera. Él decía que le gustaba, que lo tranquilizaba, y a ella le sobraba tiempo. Porque aunque volaba, aunque el reloj nunca se detenía, tiempo era todo lo que podía ofrecerle y se lo daría. Bastante le había robado ya, entretenida en cosas mundanas y materiales que al final no le rentaban a nadie.
El tiempo se había parado para él hacía semanas. Para ella no, que seguía metida en el vértigo cotidiano como si todo siguiese siendo normal, cuando ya nada lo era. Su mundo se había esfumado, como por arte de magia, de la noche a la mañana, y no era capaz de interpretarlo. Lo quería ante él, de nuevo, con sus buenos y malos momentos, con sus diversiones y sus obligaciones, completo, tal y como lo había dejado. Pero su mundo ya no existía, él lo sabía y ella también, aunque día a día se empeñase en actúar como si todo siguiera igual. Los dos eran conscientes de que ya nada sería como antes, pero también los dos estaban seguros de que un fuerte abrazo podía reconstruirlo todo, incluso construir un mundo mucho mejor.