Imprescindibles, ininteligibles, inexpugnables. Para vivir, para avanzar, para realizarse. Deseados o impuestos. Buscados o inesperados. Pero existen y todos los tenemos. Pueden convertirse en auténticas losas o pueden liberarnos de verdaderas cadenas. Propios o compartidos. Mejor propios. Si los compartimos, con cuantos menos mejor. Porque la raza humana tiene la costumbre de gritarlos a voces. No apreciamos su esencia.
A veces nos ahogan, se instalan en la garganta, en el estómago, en la cabeza, en el corazón. Sentimos sus golpes queriendo salir. Y los escupimos y, entonces, pasan a ser confidencia. Lazos que unen para siempre con quien los ha escuchado, que los asume de nuevo como secreto. Y renacen. En la garganta, el estómago, la cabeza y el corazón del otro. Del que aprecia que lo hayas compartido y lo guardará para siempre.
No nos descuidemos. Elijamos bien al confidente porque será uno de los pilares de nuestra vida. Ése que con una sola mirada nos calmará la ansiedad, con una simple palabra frenará la zozobra del temor a ser descubierto. Respiraremos, llenaremos los pulmones de aire para seguir, y seguiremos. Seguros de nosotros mismos, de nuestros secretos y de la necesidad de tenerlos.