Es difícil llegar al corazón de la gente, muy complicado. El principal ingrediente para alcanzar lo más hondo de ese órgano vital es la empatía y, ayer, los organizadores del homenaje a los mineros en el Pozu Sotón derrocharon cantidades ingentes de ese sentimiento en cada palabra, cada luz, cada instrumento, cada artista elegido para saltar al escenario, en cada uno de los múltiples detalles que pusieron la piel de gallina al público, al menos, la mía.
Es difícil llegar al corazón de la gente, sobre todo, cuando esa gente tiene un corazón inmenso pero cubierto de una coraza con la que quieren que, cara a la galería, se les vea como rudos y serios paisanos a los que nada los emociona; como mujeres que pueden con todo porque con todo tuvieron que cargar siempre. Es difícil, pero apostaría que ayer, en cada una de esas corazas se abrió una pequeña rendija por la que entró la emoción de volver a sentirse orgullosos de ser de dónde son, de haber vivido todo lo que vivieron, y de poder transmitir, a los que quedan y quedarán, esos sentimientos de pertenencia que no pueden, que no deben desaparecer.
Todo fue emotivo. El arranque de la OCAS con unos instrumentos que tocaban una partitura enloquecida que te trasladaba a la catástrofe del accidente para luego calmar con la melodía de Santa Bárbara bendita, que se intuía de fondo y se imponía a la distorsión de la orquesta. Los relatos de Pachi Poncela de historias cotidianas que forman parte de una memoria colectiva fundamental para entender el presente y mirar al futuro. El chorro de voz de Héctor Braga. La intervención de los coros que aguantaron estoicos hasta el final en la grada habilitada para su actuación, una estampa que recordaba a muchos pésames de funerales pasados. La aparición en el tejado de Anabel Santiago. El humor de Maxi y Alberto Rodríguez, salpicado de nostalgia. Vanesa Gutiérrez y su homenaje a las mujeres huérfanas. Marisa Valle Roso y La Planta 14, Natalia Vázquez y El abuelo Víctor. Manolo y Chus Pedro, con nervios en la voz pero ganándose al público como siempre.
Luego, el colofón. Esos Gaiteros del Carbón acompañando a los mineros encendiendo una luz en cada placa mientras sonaba la gaita. Esa luz que venía hacia el público y que encendía esa llama que no se apagará nunca, porque está en esos corazones con coraza que protege del olvido. Y para acabar, el público, entregado desde el primer minuto de silencio. Esa gente que espontáneamente se levantó y cantó Santa Bárbara Bendita a pleno pulmón. Esos miles de ojos humedecidos por la emoción y el aplauso final, en memoria de todos, de cada uno, de los que ya no están, de los que siguen y de los que seguirán. Guardianes de una identidad que se siente y que enorgullece.
Fue, sin duda, una noche para recordar.