Es impotencia, es dolor. Es asomarse a la ventana y recordar. Es la certeza de saber que ya nunca nada va a ser igual. Es la convicción de que no hay marcha atrás. Es la sensación del no saber por qué. Es la necesidad de entender. Es la búsqueda continua de explicación. Es la pregunta constante que una tiene en la cabeza, que oculta, que pospone, pero que cada día vuelve. Por todo: por la ventana, por la calle, por el colegio, por las risas, por los llantos, por la parada del autobús, por el pueblo, por las visitas, por las presencias, por las ausencias, por los mensajes, por la playa, por la montaña, por la nieve, por la sidra, por el cine, por las fiestas, por los partidos, por los novios, por los hijos, por los amigos, por los años,… No es tristeza. Es impotencia, es dolor que aparece de repente, que llena los ojos de lágrimas de rabia, la cabeza de dudas, el corazón de culpablidad sobrevenida. Es el no comprender, el creer que había un fuerte lazo que apenas era hilván. Es la seguridad de que el roto ya no se podrá coser.
Igual sí es tristeza que acrecienta la impotencia y el dolor.