No hay nada eterno. Desde la perspectiva humana, nada es infinito. Principalmente porque nosotros, que somos los que contemplamos el mundo, tenemos un final. Queramos o no, todo se acaba. Pero lo difícil no es asumir ese final, si no, los finales que tenemos que afrontar a lo largo de nuestra existencia.
Pensad en el primer llanto de un bebé. ¿Quién nos asegura que es sólo un reflejo físico? ¿Quién puede negar que sea por la desesperación de saber que acaba de dejar el medio más seguro que habitará durante su existencia? Llegar al mundo es abandonar la calidez materna para entrar de lleno en la frialdad humana. Suena duro, pero es así.
Recordad ahora vuestras lágrimas al empezar al colegio. Las arrojamos porque sabemos que se acabaron las mañanas de largo sueño, de juego, y porque además tenemos que enfrentarnos a un montón de desconocidos. No sabemos aún que muchos de ellos serán personas indispensables después, cuando seamos mayores. Serán esos amigos de infancia que casi siempre son para toda la vida.
Nunca lloramos cuando empezamos al instituto. ¡Quién va a llorar a los 15 años! A esa edad uno sólo quiere comerse el mundo, aunque parezca peligroso, aunque tengamos millones de dudas. Bueno, algún llanto echamos: por amores que no se corresponden, por amigas y amigos que nos ‘traicionan’, por suspensos que pensamos que no llegarían, por metas frustradas. Pero la adolescencia también acaba y entramos en esa juventud que sin avisar torna en madurez.
Una transformación silenciosa, para los demás y para nosotros mismos. Y de repente, sin darnos cuenta, vemos que hay otra etapa finalizada. Nos lo muestran las canas del pelo, las arrugas en el rostro, la falta de brillo en la mirada. Y hay momentos que apetece llorar, momentos que también se van. Porque se presentan ocasiones de volver a ser joven, ser la de antes, la de siempre, la que está aunque una no consiga adivinarla. Porque hay personas que aparecen de repente, personas con las que compartes encuentros que te encantaría fueran eternos, pero son finitos. Personas que te devuelven tu yo más auténtico, ése que ha ido afrontando cada final, propio y ajeno. Ése que se acabará cuando el cuerpo suelte su último soplo de vida.