Recuerdo los días sin luz en mi casa. Aquellos apagones inesperados que hacían que mi madre sacase del cajón de encima de la tele un par de velas con las que quería evitar la oscuridad y seguir haciendo la cena, porque había que cumplir horarios. Eran tardes noches de penumbra que, no os creáis, salpicarían mi infancia ¿una docena de veces?, igual alguna más, pero que se quedaron impregnadas en mi memoria y vienen cada vez que enciendo una vela. Mi hermano y yo lo disfrutábamos, lo celebrábamos, era como llevar el misterio de la penumbra a las tardes rutinarias de los días de cole. Eran geniales.
Recuerdo cada uno de noviembre, asomada a la ventana de mi casa, mirando de frente, al cementerio y preguntándome, si las velas que yo había encendido con mi tía, en mi visita matutina al cementerio, formarían parte de aquel mosaico rojo que alumbraba la ladera. Eran llamas de recuerdos, llamas de cariño hacia los que no están, eran un símbolo de una tradición que aún, hoy en día, cumplo con rigurosidad con mis hijos y voy a encender las velas de las tumbas de quienes más quise y allí están, en la cuesta que sube a Lantero.
Recuerdo que en cada una de las iglesias, catedrales, ermitas,… que he visitado en mi vida, he encendido una vela. Porque yo, que ya conservo poco de mis prácticas religiosas de infancia y adolescencia, tengo mis manías. Y si no enciendo una en cada templo al que me acercan mis viajes turísticos no me siento a gusto, es más, creo que el viaje queda incompleto. Podéis llamarlo si queréis, incluso, superstición.
Recuerdo el miedo que pasó mi hija el primer día que, siguiendo la cita de Salvemos el Planeta, apagué religiosamente todas las luces de casa a las ocho de la tarde y llené los rincones de velas. No quería, no entendía, era todo temor y llanto. Y yo, que soy muy terca, mantuve una hora apagadas las luces y le hice entender que lo hacíamos porque había que mirar por el futuro de esta naturaleza nuestra que estamos arrasando con nuestro modelo de vivir. Un gesto idealista y nimio, y al que me apunté, todo puede ser, por el encanto que para mí tienen las velas.
En esta época del año encuentro una disculpa para sacar todas las que tengo por los cajones y en los momentos menos esperados las enciendo. Quedarme viendo su llama, observándola, me relaja. Ya veis, una se conforma con poco. Debe ser porque esas llamas alimentadas por la cera han marcado momentos inolvidables de mi vida.