Me encantan los perros, desde niña. Tengo tan buenos recuerdos de sus ladridos en las noches de La Abonión, de sus lametones, de sus carreras por las calles sin asfaltar de San Pedro al lado de nuestras bicis, de sus baños a nuestro lado en el río Órbigo. Perla, Pispo, León, son algunos de los que me acompañaron en la infancia. Vivían en la libertad de esas casas con finca que permiten que ellos tengan su espacio sin invadir el nuestro. Hay algunos perros que me dan lástima. Son los que van con mordaza, porque claro, no pueden ladrar, no pueden expresarse, no son libres. Se les coloca la mordaza porque pueden morder. Y yo pienso. Morderán porque alguien les ataque, los perros, por naturaleza nobles, no se lanzan a dar dentelladas sin ton ni son al que pillan por la calle.
Pero es sólo un suponer. Como es un suponer su nobleza, la de los perros y también la de las personas. Sobre esto hay tantas teorías…
El hombre es un lobo para el hombre, decía Hobbes. El hombre es bueno por naturaleza, decía Rosseau. ¿A quién creemos? ¿Al inglés o al suizo? Yo me quedo con el suizo. En la historia siempre han sido más inteligentes y se han quedado al margen de grandes conflictos que han asolado a la humanidad. Así que vamos a creer en la bondad.
Sé que es de inocentes, de utópicos, y que lleva al desencanto continuo. Pero soy así. Creo que las personas son buenas por naturaleza y lamento que haya actitudes que día a día tiren por tierra mi creencia. Sin embargo, además de inocente soy tozuda, muy tozuda y no cejaré hasta demostrar mi teoría.
Para ello me colocaré la mordaza de vez en cuando, como los perros. Porque aunque me sienta atacada dejaré de ser tan libre como deberían ser mis palabras y acotaré mi espacio. Todo por preservarme del conflicto, todo porque igual la bondad triunfa en algún momento. Y hablaré con mi silencio y pediré una cosa, sólo una. Que de vez en cuando alguno se ponga también la mordaza y deje de invadir espacios que no son suyos, que son de todos.
Así tal vez todos podamos ser un poco más libres.