Otoño

Una estación evocadora, de versos, de canciones, de cuentos, de novelas, de fotografías, de cuadros … y hoy de este pequeño post en mi humilde blog. El otoño tiene una luz especial, tiene un olor especial, tiene un color especial. Para muchos más tenue, más húmedo, más apagado. Para mí es extraordinario.

El otoño es la estación de los higos, ésos que con un palo y una lata atada alcanzaba a quitar de la higuera, cogida de la mano de mi güelito Armando. De las moras, ésas que cogíamos en calderos por las zarzas de León mis primas y yo y que luego, con la paciencia que sólo da la infancia, machacábamos con abundante azúcar para hacer “nuestra mermelada”, la que dejaba una huella difícil de borrar en la cocina de atrás de San Pedro y en todos los utensilios que no volverían ya nunca a su color habitual. De las ablanas, ésas que cada vez que íbamos a Infiestu sacaba a puñados de un cesto tío Duardo para llenarnos los bolsillos. De las castañas y de los paseos que con el catecismo o con el colegio dábamos para ir a la gueta y pincharnos con los erizos. De ésas castañas que cocidas en ollas grandes en la cocina de carbón de La Abonión daban un olor especial a la comida de los gochos, que por qué no confesar, a mí me encantaba. Si nunca habéis comido las castañas cocidas, probadlas, de verdad, son un auténtico manjar. De las granadas, ésa fruta tan exótica que mi madre me compraba para que yo disfrutase, no sólo de su sabor si no, para que me entretuviese deshaciendo sus granos uno a uno y haciendo un montón que luego comía con cuchara.

El otoño, una estación evocadora de muy buenos recuerdos.

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Atrevida

Según un dicho popular, la ignorancia es atrevida, y no puedo estar más de acuerdo con ello. Todos creemos saber de todo, todos hablamos de todo, porque en realidad, en este mundo globalizado, es tanta la información que recibimos, tal la avalancha de datos que día a día nos cae encima como un tsunami, que por supuesto, todos sabemos de todo, pero demasiado poco.

Y si se sabe poco no se tiene criterio suficiente para hablar con determinación. Pero como somos muy dados a cumplir con nuestro refranero, como buenos españoles, pese a ignorar la esencia de los asuntos somos osados y opinamos. La opinión es libre y, por supuesto, respetable. La de todos. Además no sólo opinamos si no que vamos más allá, actuamos. Siempre es más fácil dar un paso adelante sin conocer sus consecuencias, ni siquiera, sin saber las causas que nos llevan a ello. Pero, ¿es eso atrevimiento?

Si somos fieles no sólo al refranero, también a nuestro diccionario y miramos atrever, encontramos varias definiciones: determinarse a algún hecho o dicho arriesgado; insolentarse, faltar al respeto debido; llegar a competir, rivalizar; confiarse en alguien… Y aquí llega el quid de la cuestión. Siempre somos valientes cuando estamos acompañados, valientes y atrevidos, porque en soledad es difícil cargarse del arrojo necesario para dar un paso al frente. Aunque haberlos haylos.

Somos atrevidos y valientes porque alguien nos da la confianza para serlo o porque nos fiamos de alguien. Porque sabes que si te equivocas lo tendrás al lado y te apoyará. Y no hace falta que ese alguien sea un amigo del alma, alguien a quien conoces a pie juntillas, de quien conoces su vida al dedillo, no hace falta.

¿O tal vez sí?