Una estación evocadora, de versos, de canciones, de cuentos, de novelas, de fotografías, de cuadros … y hoy de este pequeño post en mi humilde blog. El otoño tiene una luz especial, tiene un olor especial, tiene un color especial. Para muchos más tenue, más húmedo, más apagado. Para mí es extraordinario.
El otoño es la estación de los higos, ésos que con un palo y una lata atada alcanzaba a quitar de la higuera, cogida de la mano de mi güelito Armando. De las moras, ésas que cogíamos en calderos por las zarzas de León mis primas y yo y que luego, con la paciencia que sólo da la infancia, machacábamos con abundante azúcar para hacer “nuestra mermelada”, la que dejaba una huella difícil de borrar en la cocina de atrás de San Pedro y en todos los utensilios que no volverían ya nunca a su color habitual. De las ablanas, ésas que cada vez que íbamos a Infiestu sacaba a puñados de un cesto tío Duardo para llenarnos los bolsillos. De las castañas y de los paseos que con el catecismo o con el colegio dábamos para ir a la gueta y pincharnos con los erizos. De ésas castañas que cocidas en ollas grandes en la cocina de carbón de La Abonión daban un olor especial a la comida de los gochos, que por qué no confesar, a mí me encantaba. Si nunca habéis comido las castañas cocidas, probadlas, de verdad, son un auténtico manjar. De las granadas, ésa fruta tan exótica que mi madre me compraba para que yo disfrutase, no sólo de su sabor si no, para que me entretuviese deshaciendo sus granos uno a uno y haciendo un montón que luego comía con cuchara.
El otoño, una estación evocadora de muy buenos recuerdos.