No soy una gran conocedora de la geopolítica internacional, se me escapan los detalles de los intereses que cada potencia tiene en las zonas petrolíferas del mundo, de los contratos de ventas de armas que mueven una de las industrias más importantes del planeta, de los porqués de las intervenciones, ahora sí – ahora no, que llevan a la nación estadounidense a convertirse, periódicamente, en la nación líder del mundo libre. Se me escapan.
No se me escaparon las imágenes de los niños sirios gaseados que todos los medios de comunicación difundimos, sin pudor, hace apenas una semana. Ésas no se me escaparon y, pese a mi debate ético de incluirlas en la escaleta, las emití en una pequeña televisión autonómica en la que la información internacional suele ser residual. Una vez más nos sentimos en la obligación de mostrar al mundo las atrocidades que un dictador de Oriente Próximo era capaz de llevar a cabo. En esa obligación que mueve una conciencia occidental manipulada, queramos o no, por pequeños hilos de oscuros intereses que se cuelan en las agencias internacionales. Intereses escondidos en los detalles que arriba os digo que no conozco con profundidad y se me escapan.
Hicimos saltar la chispa, sin querer, pero saltó. ¿Qué sociedad iba a estar dispuesta a aceptar imágenes de niños ahogándose por un ataque de gases lanzado por un gobierno no legítimo? Una muy enferma, muy, muy enferma. Y, aunque estamos entrando poco a poco en la UVI, todavía sobrevivimos lejos de los cuidados intensivos. Aquí, en occidente. Aunque el tiempo se agota.
Como se agota el de la sociedad civil siria que ahora, además de temer al aire que respiran, estarán mirando con terror al cielo, agudizando sus oídos por si suenan los silbidos silenciosos de los misiles selectivos que vienen a salvarles o, tal vez, a acabar con sus vidas. Esas que llevan pendientes de un hilo más de dos años. Porque ese tiempo es el que dura ya el conflicto sirio, más de dos años, desde marzo de 2011. Y las vidas que peligran son las de los que, por ahora, por amor a su país, porque quieren seguir creyendo en la posibilidad de una vida cotidiana, por los motivos que sean, no se han refugiado en otros territorios. Los que no resistieron, los que huyeron en este intervalo de tiempo llegan ya a los seis millones de personas y cada día, por lo que leo, marchan unas seis mil al día. Y la Comunidad Internacional no ha hecho nada hasta ahora. ¿Por qué? La respuesta está en esos detalles que, como os decía al principio, se me escapan.
Lo que no se me escapa es que atrocidades semejantes a las de Siria pasan en muchos más países, unos que ocupan también titulares de prensa como Israel, Irán, u otros de otros continentes que ni siquiera nombramos porque no conocemos sus nombres ni los de sus mandatarios. ¿Por qué ahí no interviene nadie? Los detalles, siempre los detalles. Esos que parece que sólo conoce Estados Unidos y que le dan el derecho a convertirse, periódicamente, en el líder del mundo libre, sin contar con nadie, ni con el paraguas de la ONU.
La triste realidad es que esto no es nuevo y tengo la certeza de que no será la última vez que ese paraguas, esa legalidad internacional, se convertirá en papel mojado por los intereses, los benditos intereses geopolíticos y económicos, cuyos detalles, como os decía al principio, se me escapan.