Lo importante

Hay momentos en los que uno no sabe de qué hablar. Son esos momentos incómodos que se plantean en la cola de una barra de un bar, de la entrada a un museo, de una tienda pequeña de ultramarinos, en un ascensor,… Momentos cotidianos en los que muchos optan por el silencio pero, quiénes tenemos la fea costumbre de socializar, no podemos pasarlos sin pronunciar palabra. ¿De qué hablamos entonces con el de al lado, con el que va a compartir con nosotros, hombro con hombro, minutos de nuestro tiempo, esperando, simplemente esperando? Pues de lo importante.

Se habla del tiempo. “Vaya, parece que llevamos buena racha de sol”. “Pues sí, ya era hora, después de la primavera lluviosa que tuvimos”. “Pero la verdad es que para estar aquí hacía falta un poco de aire que refrescara ¿verdad?”. “Claro, no estaríamos tan sofocados”. Y así, hablando de lo importante, ya nos ventilamos unos cuantos minutos. Que el silencio, a veces, es atronador.

Lo mismo pasa cuando se comparte mesa con amigos o familia. Puede que haga mucho tiempo que no nos veamos o tal vez no, pero la cuestión es hablar de lo importante. “¿Qué tal? ¿Qué bien que nos veamos y podamos quedar para comer no?”. “Sí, ya tenía ganas de veros. ¿Cómo va todo?”. “Genial. Oye, por cierto, ¿te enteraste de lo que le pasó a fulanito?”. Y entonces la conversación gira al cotilleo, que sin duda es lo importante. Saber los intríngulis de nuestro pueblo, de nuestros vecinos, de lo mal que están, para regodearnos en lo bien que, por ahora, nos va a nosotros. Otro rato de silencio ventilado.

Por fortuna existen momentos en los que hablamos de cosas menos importantes  y más banales. Son esos momentos en los que un grupo de gente se para y mira a su alrededor. Se siente en su círculo de confianza y ve la posibilidad de hablar sobre cómo cambiar el mundo. Ponen sobre la mesa sus problemas, sus meses de paro, su situación vital complicada, sus enfermedades, sus desesperaciones y sus cabreos. Esos cabreos que afloran al ver cómo, pese a todas sus banalidades, el mundo sigue girando tranquilamente. Los enfados que surgen cuando uno se siente rodeado de gente que sí sabe preocuparse por lo importante y se frustra por no poder formar parte de ese club.

Si es que hoy luce el sol, ¿a quién le puede importar, por ejemplo, que más de ochenta mil personas estén en vilo mirando a Bruselas?

Eso son banalidades, lo importante, señores, es otra cosa.

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De la piedra al papel

Dice el saber popular que “las palabras se las lleva el viento”, así que mejor dejar constancia de ellas. La manera más fiable de hacerlo, ya desde tiempos ancestrales, es escribirlas. Nadie podrá decir luego que no existieron, que no se pronunciaron, que son una invención. Existe una prueba palpable y éso suele cargar de razón a su autor. Aunque hay que tener en cuenta la variable futura del criterio de quien interpreta lo escrito.

Los entendidos cuentan que las pinturas y grabados de los hombres prehistóricos dan fe de cómo vivían, de cómo cazaban y se repartían su botín. Relataban su día a día con su particular método de escritura, el dibujo. Así que todos nos creamos en la cabeza imágenes de humanos con lanzas corriendo detrás de bisontes que luego cocinaban en fuegos y compartían en comunidad, en la oscuridad de sus guaridas, adorando al dios fuego. Todo, pura imaginación, eso sí, basada en los estudios de historiadores a los que yo no quiero restar importancia.

Pero todos sabemos que eso es prehistoria. Con el tiempo se abandonó la piedra y llegó el papel. Se dejó de dibujar y se inventaron las letras y los números, y así, el hombre evolucionó y empezó a escribir. Pero no por escribir dejó de cazar y de repartirse el botín. Simplemente aprendió a hacerlo de una manera más ordenada y civilizada, sin sangre de por medio. Ya no hubo lanzas, ni violencia. No. El pastel estaba ahí, encima de la mesa, llegaba solo, sin pedirlo, porque había amigos dispuestos a colaborar con la causa. Sólo había que inventar una jerarquía que permitiese un reparto justo. Y para dejar constancia, se escribía y se apuntaba qué se llevaba cada cual.

Así que todos nos imaginamos despachos lujosos en los que hombres con corbata cogían sus plumas montblanc y apuntaban, con letra rápida y desgarbada, ésto para fulano, lo otro para mangano, … Con paciencia, con tiento, con una sonrisa en la cara y el convencimiento de qué bien estaba saliendo todo.

Pero ésto es también pura imaginación, eso sí, basada en los estudios de los grafólogos, a los que, como a los historiadores, yo no quiero restar importancia.

Altas temperaturas

Son normales en esta época del año, por algo estamos en verano. Pero aquí, en el norte, no estamos acostumbrados y por eso nos sofocamos tan pronto y llenamos playas, piscinas, ríos,… porque necesitamos refrescarnos. Nadie como nosotros sabe disfrutar mejor del calor porque nadie lo añora tanto, nadie lo siente tan extraordinario. Me refiero al calor ambiental porque para subir nuestra temperatura no hace falta mucho. Dicen que somos de calentura rápida, por carácter.

La mía sube y baja a un ritmo vertiginosos que no sé cómo no me hace estar con resfriado más de la mitad del año. Será que he aprendido a templar y los periodos de estabilidad consiguen una media racional. Aún así, mis subidones de temperatura me hacen perder, en muchas ocasiones, la razón, si por razón se entiende “cargarse de paciencia para actuar después con más fundamento”.  Y es que la paciencia es mi asignatura pendiente.

Así que me toca apechugar con ello y vivir en un sube y baja continuo, en un cabreo infinito, ante la desesperación de no poder cambiar las cosas, y una calma que deja mi cuerpo agotado después de la tempestad. Lo fundamental es encontrar el bálsamo, ese punto zen con el que mucha gente cuenta y que yo no acabo de lograr, tal vez, porque la cultura oriental no ha estado nunca entre mis inquietudes. Demasiado latina.

Por eso mi temperatura corporal es alta, unos treinta y siete grados celsius si ahora mismo me pongo el termómetro y, cuando vivo episodios febriles, se dispara por encima de los cuarenta.

¿Algún consejo para enfríar?